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Entrar en la mansión abandonada fue una mala idea. Lo supe en el momento en que crucé el umbral y el frío me recorrió la espalda como un susurro helado. Pero la apuesta estaba hecha, y yo no iba a ser la cobarde que se echara atrás.
El interior era aún más inquietante de lo que esperaba. Un salón enorme y vacío se extendía ante mí, con un techo tan alto que se perdía en la oscuridad. En el centro, como si alguien la hubiera colocado allí a propósito, una pequeña mesa sostenía una máquina de escribir antigua. Solo la iluminaba la luz temblorosa de un candelabro con velas consumidas hasta la mitad.
Tragué saliva.
Me acerqué despacio, intentando ignorar el sonido hueco de mis pisadas sobre el suelo de madera. La máquina tenía un papel insertado. Había palabras escritas, pero la luz tenue no me permitía leerlas con claridad. Una parte de mí gritaba que saliera de allí de inmediato, pero la otra, la que odiaba perder apuestas, me empujó a extender la mano.
"¡Cógelo y sal de ahí!" me había dicho mi hermana antes de entrar. La apuesta era clara: conseguir el papel y salir. No decía nada sobre leerlo dentro. Así que lo arranqué sin dudar.
El sonido del papel desgarrándose resonó en la habitación vacía como un grito.
Me congelé. Esperé. Nada.
Sin mirar atrás, corrí hacia la puerta.
Fuera, mi hermana me esperaba con los brazos cruzados.
—¿Y bien? —preguntó, con una sonrisa desafiante.
Le empujé el papel en la cara.
—¡Aquí tienes! ¿Contenta? ¡He ganado!
Ella se apresuró a desplegar la hoja. La luz de la luna iluminaba las letras mecanografiadas.
Empezó a leer en voz alta:
"Año 1891.
Un extraño personaje se muda a una mansión en las afueras. Era alguien oscuro e inquietante. No se relacionaba con nadie del pueblo.
Había un hombre que hacía los recados por él, su mayordomo, su sombra. Nadie sospechaba que, en realidad, ambos ocultaban un secreto macabro: treinta y cinco muertes esparcidas en distintos pueblos, como un rastro de sangre que nadie había sabido seguir.
Pero todo secreto tiene su final.
Una noche, una turba de aldeanos irrumpió en la mansión, armados con antorchas y fusiles. El mayordomo cayó primero, un disparo en el pecho. La casa fue registrada, cada rincón revisado, hasta que alguien descubrió una trampilla oculta en el suelo.
Bajaron con cautela, iluminando el descenso con las antorchas. El aire estaba denso con el olor a incienso y algo más… algo metálico. Encontraron una cortina pesada, oscura como la boca de un lobo. La apartaron.
El espectáculo al otro lado los dejó sin aliento.
En el centro de la estancia, un altar de piedra oscura se erguía, rodeado de cuerpos inertes. El asesino estaba allí, con su sonrisa torcida y sus ojos brillando con una locura incomprensible.
El interior era aún más inquietante de lo que esperaba. Un salón enorme y vacío se extendía ante mí, con un techo tan alto que se perdía en la oscuridad. En el centro, como si alguien la hubiera colocado allí a propósito, una pequeña mesa sostenía una máquina de escribir antigua. Solo la iluminaba la luz temblorosa de un candelabro con velas consumidas hasta la mitad.
Tragué saliva.
Me acerqué despacio, intentando ignorar el sonido hueco de mis pisadas sobre el suelo de madera. La máquina tenía un papel insertado. Había palabras escritas, pero la luz tenue no me permitía leerlas con claridad. Una parte de mí gritaba que saliera de allí de inmediato, pero la otra, la que odiaba perder apuestas, me empujó a extender la mano.
"¡Cógelo y sal de ahí!" me había dicho mi hermana antes de entrar. La apuesta era clara: conseguir el papel y salir. No decía nada sobre leerlo dentro. Así que lo arranqué sin dudar.
El sonido del papel desgarrándose resonó en la habitación vacía como un grito.
Me congelé. Esperé. Nada.
Sin mirar atrás, corrí hacia la puerta.
Fuera, mi hermana me esperaba con los brazos cruzados.
—¿Y bien? —preguntó, con una sonrisa desafiante.
Le empujé el papel en la cara.
—¡Aquí tienes! ¿Contenta? ¡He ganado!
Ella se apresuró a desplegar la hoja. La luz de la luna iluminaba las letras mecanografiadas.
Empezó a leer en voz alta:
"Año 1891.
Un extraño personaje se muda a una mansión en las afueras. Era alguien oscuro e inquietante. No se relacionaba con nadie del pueblo.
Había un hombre que hacía los recados por él, su mayordomo, su sombra. Nadie sospechaba que, en realidad, ambos ocultaban un secreto macabro: treinta y cinco muertes esparcidas en distintos pueblos, como un rastro de sangre que nadie había sabido seguir.
Pero todo secreto tiene su final.
Una noche, una turba de aldeanos irrumpió en la mansión, armados con antorchas y fusiles. El mayordomo cayó primero, un disparo en el pecho. La casa fue registrada, cada rincón revisado, hasta que alguien descubrió una trampilla oculta en el suelo.
Bajaron con cautela, iluminando el descenso con las antorchas. El aire estaba denso con el olor a incienso y algo más… algo metálico. Encontraron una cortina pesada, oscura como la boca de un lobo. La apartaron.
El espectáculo al otro lado los dejó sin aliento.
En el centro de la estancia, un altar de piedra oscura se erguía, rodeado de cuerpos inertes. El asesino estaba allí, con su sonrisa torcida y sus ojos brillando con una locura incomprensible.
Los aldeanos avanzaron, pero en cuanto pisaron el círculo tallado en el suelo, la mansión cobró vida. Las tablas crujieron y se alzaron como serpientes de madera, enroscándose en sus cuerpos, atrapándolos. Uno de ellos gritó:
—¡¿Qué quieres de nosotros?! ¡¿Qué te hemos hecho?!
El hombre, impasible, solo inclinó la cabeza.
—La pregunta no es qué me habéis hecho, sino qué ibais a hacerme.
—¡Eres un monstruo!
—Lo sé… y ahora, lo seré completamente.
Sus ojos centellearon con un brillo antinatural.
—He sellado un pacto con un diablo. Y esta casa ya no es solo mi hogar, ahora es una extensión de mí…
La madera se cerró en torno a los cuerpos, arrastrándolos hacia la oscuridad.
El asesino respiró hondo, como si saboreara la victoria. Cuando habló de nuevo, su voz fue un susurro de satisfacción:
—Por fin… ahora seré libre.
Cuando emergió de la mansión, ya no era él. Se había convertido en otro: en el líder de la turba, que ahora caminaba por el pueblo como si nada hubiera pasado.
La casa, el crimen, los horrores, todo quedó en el olvido. Décadas pasaron, la sociedad avanzó, las generaciones cambiaron… pero el pasado nunca desaparece del todo…
Porque, aunque el mundo siga adelante… siempre habrá alguien lo suficientemente temerario como para entrar en casas abandonadas y robar papeles de máquinas de escribir. ¿No es cierto, Martha y Penélope?"
Mi hermana dejó de leer. Su rostro estaba pálido.
—Un momento… ¿cómo sabe nuestros nombres?
Un escalofrío nos recorrió a ambas. Sin dudarlo, giramos la cabeza hacia la ventana de la mansión.
En el interior, una silueta oscura se movió. Salió lentamente de las sombras. Su rostro… (sin que lo supiéramos) no era el de un desconocido: era el del hombre de la historia.
Se acercó a la ventana y nos sonrió. Su voz fue un eco susurrante que heló nuestra sangre.
—Robar está muy feo. ¿Por qué no entráis y lo discutimos?
No lo pensamos. Nos miramos una vez, y en un solo movimiento, echamos a correr.
Detrás de nosotras, la hoja de papel se soltó de los dedos de mi hermana y flotó suavemente en la brisa nocturna. Mientras huíamos, una risa baja y profunda nos persiguió en la noche…
—¡¿Qué quieres de nosotros?! ¡¿Qué te hemos hecho?!
El hombre, impasible, solo inclinó la cabeza.
—La pregunta no es qué me habéis hecho, sino qué ibais a hacerme.
—¡Eres un monstruo!
—Lo sé… y ahora, lo seré completamente.
Sus ojos centellearon con un brillo antinatural.
—He sellado un pacto con un diablo. Y esta casa ya no es solo mi hogar, ahora es una extensión de mí…
La madera se cerró en torno a los cuerpos, arrastrándolos hacia la oscuridad.
El asesino respiró hondo, como si saboreara la victoria. Cuando habló de nuevo, su voz fue un susurro de satisfacción:
—Por fin… ahora seré libre.
Cuando emergió de la mansión, ya no era él. Se había convertido en otro: en el líder de la turba, que ahora caminaba por el pueblo como si nada hubiera pasado.
La casa, el crimen, los horrores, todo quedó en el olvido. Décadas pasaron, la sociedad avanzó, las generaciones cambiaron… pero el pasado nunca desaparece del todo…
Porque, aunque el mundo siga adelante… siempre habrá alguien lo suficientemente temerario como para entrar en casas abandonadas y robar papeles de máquinas de escribir. ¿No es cierto, Martha y Penélope?"
Mi hermana dejó de leer. Su rostro estaba pálido.
—Un momento… ¿cómo sabe nuestros nombres?
Un escalofrío nos recorrió a ambas. Sin dudarlo, giramos la cabeza hacia la ventana de la mansión.
En el interior, una silueta oscura se movió. Salió lentamente de las sombras. Su rostro… (sin que lo supiéramos) no era el de un desconocido: era el del hombre de la historia.
Se acercó a la ventana y nos sonrió. Su voz fue un eco susurrante que heló nuestra sangre.
—Robar está muy feo. ¿Por qué no entráis y lo discutimos?
No lo pensamos. Nos miramos una vez, y en un solo movimiento, echamos a correr.
Detrás de nosotras, la hoja de papel se soltó de los dedos de mi hermana y flotó suavemente en la brisa nocturna. Mientras huíamos, una risa baja y profunda nos persiguió en la noche…
La ilustración de la portada fue realizada por el artista ucrainés Bedevelskyi Viktor
© 2025 Josep Maria Solé. Todos los derechos reservados.
Disturbing Stories, número 154, "El Relato Robado".
Registrado en SafeCreative con el ID: 2502180902320.
Fecha de registro: febrero 2025.
Este relato no puede ser reproducido, distribuido ni modificado sin el permiso expreso del autor.
Disturbing Stories, número 154, "El Relato Robado".
Registrado en SafeCreative con el ID: 2502180902320.
Fecha de registro: febrero 2025.
Este relato no puede ser reproducido, distribuido ni modificado sin el permiso expreso del autor.