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El joven Leo, de 12 años, corría colina arriba con su perro, Nox, saltando alegremente a su lado.
Cada noche despejada, como un ritual sagrado, subía hasta lo más alto para contemplar el cielo. Lo tenía justo detrás de casa, y desde allí arriba, el universo parecía infinito, una bóveda oscura salpicada de estrellas titilantes. Algunas noches, cuando había viento leve, el sonido de las hojas agitadas y el eco distante le daban la sensación de estar en un lugar ajeno, casi etéreo.
Se tumbó sobre la hierba fresca de marzo, con los brazos detrás de la cabeza, y dejó que la brisa nocturna le acariciara la piel, mientras él acariciaba a Nox, que se acurrucó junto a él. Las estrellas brillaban con una intensidad que parecía hacerlas más cercanas, más al alcance de su mano.
Leo suspiró. Mirar las estrellas le hacía soñar con lo desconocido, con la posibilidad de que, en alguna de ellas, hubiera alguien mirándolo de vuelta. Eran noches como esa en las que su imaginación volaba más allá de la galaxia, cruzando sistemas solares, buscando vida en planetas lejanos.
Fueron incontables las noches que repitió esa costumbre, mientras imaginaba a su versión adulta viajando hacia todas ellas. Cada vez más lejos, cruzando la inmensidad del espacio, hasta llegar a mundos desconocidos. En esas fantasías, Leo se veía como el explorador solitario que rompía los límites del universo… acompañado de su fiel amigo Nox, por supuesto.
Pero aquella noche, el cielo le devolvió una imagen aterradora.
Cada noche despejada, como un ritual sagrado, subía hasta lo más alto para contemplar el cielo. Lo tenía justo detrás de casa, y desde allí arriba, el universo parecía infinito, una bóveda oscura salpicada de estrellas titilantes. Algunas noches, cuando había viento leve, el sonido de las hojas agitadas y el eco distante le daban la sensación de estar en un lugar ajeno, casi etéreo.
Se tumbó sobre la hierba fresca de marzo, con los brazos detrás de la cabeza, y dejó que la brisa nocturna le acariciara la piel, mientras él acariciaba a Nox, que se acurrucó junto a él. Las estrellas brillaban con una intensidad que parecía hacerlas más cercanas, más al alcance de su mano.
Leo suspiró. Mirar las estrellas le hacía soñar con lo desconocido, con la posibilidad de que, en alguna de ellas, hubiera alguien mirándolo de vuelta. Eran noches como esa en las que su imaginación volaba más allá de la galaxia, cruzando sistemas solares, buscando vida en planetas lejanos.
Fueron incontables las noches que repitió esa costumbre, mientras imaginaba a su versión adulta viajando hacia todas ellas. Cada vez más lejos, cruzando la inmensidad del espacio, hasta llegar a mundos desconocidos. En esas fantasías, Leo se veía como el explorador solitario que rompía los límites del universo… acompañado de su fiel amigo Nox, por supuesto.
Pero aquella noche, el cielo le devolvió una imagen aterradora.
Una de las estrellas cercanas parpadeaba con un fulgor inusual. Era como si algo estuviera intentando comunicarse con él, como si la estrella tuviera un propósito más allá de la simple luz. El parpadeo se hizo más rápido, casi como si respirara. Se expandió y se contrajo, como si fuera un órgano palpitante. Luego, sin advertencia, explotó en un cataclismo de luz cegadora.
Leo se incorporó de un salto, boquiabierto. El mundo parecía haberse detenido por un segundo. Miró alrededor, asegurándose de que lo que había visto no fuera una de sus ilusiones... pero no lo era. La explosión, de una magnitud indescriptible, era real. Y lo más aterrador de todo era que la luz seguía aumentando, como si todo el cielo estuviera a punto de colapsar.
No era una estrella… era un planeta vecino… ¡y se acababa de hacer añicos!
Trozos incandescentes, despedidos por la violencia de la explosión, avanzaban a una velocidad imposible. Leo sintió un escalofrío en la espina dorsal, porque todo aquello venía en su dirección. No entendía cómo ni por qué, pero algo dentro de él sabía que, si no se movía rápidamente, sería atrapado por el caos.
—Nox, vamos. ¡Ahora! —gritó lleno de pánico.
Descendieron corriendo la colina. El terreno, antes familiar, comenzaba a volverse inestable. Al principio, el suelo solo temblaba levemente bajo sus pies, como una advertencia, pero el temblor se convirtió rápidamente en una sacudida violenta.
La tierra rugía ¡como si estuviera viva!
Leo tropezó, pero se levantó rápidamente, mirando al cielo. Una luz rojiza iluminó el horizonte, reflejándose en el cielo como un amanecer sangriento, mientras unos ensordecedores ecos descendientes parecían como las trompetas del apocalipsis de aquellos enormes pedazos de roca que se acercaban.
El estruendo de los primeros impactos retumbó en la atmósfera, una sinfonía de destrucción que se intensificaba a cada paso. Las primeras rocas comenzaron a caer, y al principio, eran pequeñas, como brasas encendidas, pero pronto llegaron fragmentos del tamaño de vehículos. Uno impactó en la base de la colina con una explosión atronadora, arrancando árboles de raíz y levantando una ola de tierra y fuego.
Leo sintió el calor abrasador tras él. Su corazón latía frenéticamente en su pecho, pero él seguía corriendo más rápido, con sus piernas fatigadas por el esfuerzo y la respiración agitada. Nox ladraba a su lado mientras corría como si le persiguiera un fantasma. La fuerza del impacto fue tal que la tierra misma parecía resquebrajarse a su paso.
Leo sabía que el tiempo se agotaba.
Las casas de la aldea aparecieron ante él, y la primera era la suya. Un alivio momentáneo que se esfumó cuando una enorme roca estalló contra el suelo, reduciendo las primeras viviendas a escombros humeantes… incluyendo la suya. La explosión fue tan fuerte que Leo sintió cómo el aire le arrancaba el aliento. La gente gritaba, corría sin rumbo, algunos atrapados bajo los escombros. La confusión reinaba.
Una nube de ceniza oscureció el aire. Leo tosió, sintiendo cómo el polvo le envolvía. El caos parecía adueñarse del lugar, y las calles estaban ahora cubiertas de escombros y gritos de desesperación. El sonido de los vidrios rompiéndose y las estructuras colapsando era ensordecedor. Las llamas avanzaban rápidamente, dejando un rastro de destrucción por donde pasaban.
Sus piernas flaqueaban, pero tenía que intentar llegar ahora a casa de sus abuelos. Tenía que asegurarse de que su madre y su hermana estuvieran con ellos a salvo. No sabía si el resto de la aldea tendría alguna oportunidad, pero él no podía detenerse.
Corría con todas sus fuerzas, impulsado por un instinto primal que no podía ignorar.
De repente, la tierra se abrió en grietas enormes, profundas como abismos. El suelo bajo sus pies cedió y Leo cayó al suelo, golpeando con fuerza. Nox, que había estado corriendo a su lado, saltó sobre él y lo empujó hacia un lado, justo cuando la tierra se partía con un rugido ensordecedor.
El cielo parecía arder. El aire se encendió tras él, y el olor a azufre llenó el lugar. Un rugido ensordecedor sacudió el planeta cuando una masa colosal, del tamaño de una montaña, impactó contra la superficie, rompiéndola como si fuera cristal. La vibración fue tan fuerte que Leo sintió que su corazón latía fuera de su pecho. No era para menos, porque el mundo entero se estaba partiendo…
Montañas se desplomaban, el mar hervía y la gravedad misma parecía tambalear. Todo se precipitaba hacia el abismo, hacia una extinción inminente. Leo solo pudo mirar, boquiabierto, mientras el caos se desataba ante sus ojos.
Leo se incorporó de un salto, boquiabierto. El mundo parecía haberse detenido por un segundo. Miró alrededor, asegurándose de que lo que había visto no fuera una de sus ilusiones... pero no lo era. La explosión, de una magnitud indescriptible, era real. Y lo más aterrador de todo era que la luz seguía aumentando, como si todo el cielo estuviera a punto de colapsar.
No era una estrella… era un planeta vecino… ¡y se acababa de hacer añicos!
Trozos incandescentes, despedidos por la violencia de la explosión, avanzaban a una velocidad imposible. Leo sintió un escalofrío en la espina dorsal, porque todo aquello venía en su dirección. No entendía cómo ni por qué, pero algo dentro de él sabía que, si no se movía rápidamente, sería atrapado por el caos.
—Nox, vamos. ¡Ahora! —gritó lleno de pánico.
Descendieron corriendo la colina. El terreno, antes familiar, comenzaba a volverse inestable. Al principio, el suelo solo temblaba levemente bajo sus pies, como una advertencia, pero el temblor se convirtió rápidamente en una sacudida violenta.
La tierra rugía ¡como si estuviera viva!
Leo tropezó, pero se levantó rápidamente, mirando al cielo. Una luz rojiza iluminó el horizonte, reflejándose en el cielo como un amanecer sangriento, mientras unos ensordecedores ecos descendientes parecían como las trompetas del apocalipsis de aquellos enormes pedazos de roca que se acercaban.
El estruendo de los primeros impactos retumbó en la atmósfera, una sinfonía de destrucción que se intensificaba a cada paso. Las primeras rocas comenzaron a caer, y al principio, eran pequeñas, como brasas encendidas, pero pronto llegaron fragmentos del tamaño de vehículos. Uno impactó en la base de la colina con una explosión atronadora, arrancando árboles de raíz y levantando una ola de tierra y fuego.
Leo sintió el calor abrasador tras él. Su corazón latía frenéticamente en su pecho, pero él seguía corriendo más rápido, con sus piernas fatigadas por el esfuerzo y la respiración agitada. Nox ladraba a su lado mientras corría como si le persiguiera un fantasma. La fuerza del impacto fue tal que la tierra misma parecía resquebrajarse a su paso.
Leo sabía que el tiempo se agotaba.
Las casas de la aldea aparecieron ante él, y la primera era la suya. Un alivio momentáneo que se esfumó cuando una enorme roca estalló contra el suelo, reduciendo las primeras viviendas a escombros humeantes… incluyendo la suya. La explosión fue tan fuerte que Leo sintió cómo el aire le arrancaba el aliento. La gente gritaba, corría sin rumbo, algunos atrapados bajo los escombros. La confusión reinaba.
Una nube de ceniza oscureció el aire. Leo tosió, sintiendo cómo el polvo le envolvía. El caos parecía adueñarse del lugar, y las calles estaban ahora cubiertas de escombros y gritos de desesperación. El sonido de los vidrios rompiéndose y las estructuras colapsando era ensordecedor. Las llamas avanzaban rápidamente, dejando un rastro de destrucción por donde pasaban.
Sus piernas flaqueaban, pero tenía que intentar llegar ahora a casa de sus abuelos. Tenía que asegurarse de que su madre y su hermana estuvieran con ellos a salvo. No sabía si el resto de la aldea tendría alguna oportunidad, pero él no podía detenerse.
Corría con todas sus fuerzas, impulsado por un instinto primal que no podía ignorar.
De repente, la tierra se abrió en grietas enormes, profundas como abismos. El suelo bajo sus pies cedió y Leo cayó al suelo, golpeando con fuerza. Nox, que había estado corriendo a su lado, saltó sobre él y lo empujó hacia un lado, justo cuando la tierra se partía con un rugido ensordecedor.
El cielo parecía arder. El aire se encendió tras él, y el olor a azufre llenó el lugar. Un rugido ensordecedor sacudió el planeta cuando una masa colosal, del tamaño de una montaña, impactó contra la superficie, rompiéndola como si fuera cristal. La vibración fue tan fuerte que Leo sintió que su corazón latía fuera de su pecho. No era para menos, porque el mundo entero se estaba partiendo…
Montañas se desplomaban, el mar hervía y la gravedad misma parecía tambalear. Todo se precipitaba hacia el abismo, hacia una extinción inminente. Leo solo pudo mirar, boquiabierto, mientras el caos se desataba ante sus ojos.
Y luego, la nada.
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El capitán Elias Thorn observaba la pantalla de la estación espacial con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Frente a él, la imagen mostraba lo que había sido un planeta vibrante, habitado por colonos humanos desde hacía más de cien años. Ahora, solo quedaba un campo de escombros flotantes en el espacio, una nube de fragmentos que rotaban lentamente entre sí, como los restos de un sueño roto. Un cementerio flotante.
El silencio en la sala era pesado, opresivo. Los oficiales a su alrededor no reaccionaron. Algunos, aun mirando las pantallas, parecían desconectados, como si nada de lo que sucediera allí fuera real. Otros, más experimentados, habían visto cosas peores, y su rostro no mostraba más que una grave resignación.
Thorn, sin embargo, no podía apartar la mirada. A pesar de su experiencia, algo en la magnitud de la tragedia le desgarraba el alma. En el fondo, sabía que ese planeta no solo había sido un experimento. Para los colonos, Pollux había sido su hogar. Habían llegado en busca de una nueva oportunidad, un lugar donde la humanidad pudiera florecer más allá de la Tierra… pero ahora…
El sonido de un pequeño altavoz interrumpió sus pensamientos: "La transmisión desde la nave de investigación confirma lo peor."
Una voz distorsionada empezó a flotar en la sala. Thorn miró la pantalla principal, donde los datos seguían fluyendo, detallando el desastre. La magnitud de la explosión que había destruido el planeta era más allá de lo que la humanidad había previsto en sus peores temores. La energía liberada era tan masiva que había alterado incluso el curso de la órbita del planeta.
"La colonización de Pollux, nuestra Colonia 25, ha concluido a fecha 19 de marzo de 2533. Cero supervivientes."
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Thorn. Cero supervivientes. La frase retumbó en su mente como una condena final. Aunque sabía que era solo una formalidad, algo dentro de él deseaba que al menos uno de los colonos hubiera sobrevivido. Había sido su misión, la misión de todos los involucrados… darles una oportunidad de empezar de nuevo. Y ahora, ese sueño se desmoronaba en un vacío de destrucción.
Los oficiales a su alrededor seguían inmóviles. Algunos anotaban datos, otros simplemente miraban las pantallas, esperando las próximas instrucciones. A Thorn no le sorprendió el silencio. Después de todo, había cosas que el ser humano no podía comprender. O, quizás, cosas que preferirían no comprender.
- Regístrenlo como un fallo experimental. Thorn dijo en voz baja, pero con la autoridad de quien sabe que nada cambiará. —Conclusión: la Materia del Otro Lado no es viable para la aceleración de un núcleo planetario.
Se hizo el silencio. La verdad, aunque oculta en los archivos oficiales, era mucho más oscura que lo que estaban dispuestos a aceptar. Durante años, los científicos en la Tierra habían estado investigando la posibilidad de usarla para acelerar los procesos naturales de un planeta, en un intento de crear un hogar más habitable y sostenible para la humanidad. Pero la verdad era que la Materia, con su energía incontrolable, era mucho más peligrosa de lo que imaginaban.
Sabían que jugar con esa Materia era arriesgado. Sabían que sus efectos sobre un núcleo planetario podían ser devastadores, y aun así lo hicieron. La promesa de una solución rápida a los problemas de la humanidad les cegó. Y ahora, Pollux no era más que un recuerdo. Un daño colateral del origen de la explosión… pero una gran pérdida en cuanto a sus posibilidades… un lugar que ya no existía, y con él, toda una vida que se había intentado forjar.
Thorn desactivó la pantalla, como si al apagarla pudiera borrar las consecuencias de lo sucedido. Pero sabía que no podía. Aun así, como comandante de la estación, debía asegurarse de que todo quedara registrado de manera limpia y ordenada. Así, en los archivos históricos, aquel planeta solo sería un nombre más, como tantos otros, un experimento fallido, una nota al pie. Después de todo, la humanidad tenía colonias en muchos otros mundos. Pollux solo era uno más en una larga lista de intentos fallidos.
El capitán caminó hacia la ventana de la sala de mando, mirando el vasto espacio que se extendía ante él.
El universo, con toda su majestuosidad, seguía siendo un enigma para la humanidad. Y mientras más intentaban desentrañarlo, más se daban cuenta de lo poco que realmente sabían.
A lo lejos, una pequeña luna flotaba, en su órbita tranquila. Thorn la observó por un momento y cerró los ojos.
Había decisiones que no se podían deshacer, y había mundos que nunca volverían a existir.
La humanidad, como siempre, se encontraba al borde de su propia arrogancia.
¿Qué precio tiene el progreso de la sociedad?
Al parecer, mucho más alto de lo que jamás se hubiera imaginado…
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El capitán Elias Thorn observaba la pantalla de la estación espacial con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Frente a él, la imagen mostraba lo que había sido un planeta vibrante, habitado por colonos humanos desde hacía más de cien años. Ahora, solo quedaba un campo de escombros flotantes en el espacio, una nube de fragmentos que rotaban lentamente entre sí, como los restos de un sueño roto. Un cementerio flotante.
El silencio en la sala era pesado, opresivo. Los oficiales a su alrededor no reaccionaron. Algunos, aun mirando las pantallas, parecían desconectados, como si nada de lo que sucediera allí fuera real. Otros, más experimentados, habían visto cosas peores, y su rostro no mostraba más que una grave resignación.
Thorn, sin embargo, no podía apartar la mirada. A pesar de su experiencia, algo en la magnitud de la tragedia le desgarraba el alma. En el fondo, sabía que ese planeta no solo había sido un experimento. Para los colonos, Pollux había sido su hogar. Habían llegado en busca de una nueva oportunidad, un lugar donde la humanidad pudiera florecer más allá de la Tierra… pero ahora…
El sonido de un pequeño altavoz interrumpió sus pensamientos: "La transmisión desde la nave de investigación confirma lo peor."
Una voz distorsionada empezó a flotar en la sala. Thorn miró la pantalla principal, donde los datos seguían fluyendo, detallando el desastre. La magnitud de la explosión que había destruido el planeta era más allá de lo que la humanidad había previsto en sus peores temores. La energía liberada era tan masiva que había alterado incluso el curso de la órbita del planeta.
"La colonización de Pollux, nuestra Colonia 25, ha concluido a fecha 19 de marzo de 2533. Cero supervivientes."
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Thorn. Cero supervivientes. La frase retumbó en su mente como una condena final. Aunque sabía que era solo una formalidad, algo dentro de él deseaba que al menos uno de los colonos hubiera sobrevivido. Había sido su misión, la misión de todos los involucrados… darles una oportunidad de empezar de nuevo. Y ahora, ese sueño se desmoronaba en un vacío de destrucción.
Los oficiales a su alrededor seguían inmóviles. Algunos anotaban datos, otros simplemente miraban las pantallas, esperando las próximas instrucciones. A Thorn no le sorprendió el silencio. Después de todo, había cosas que el ser humano no podía comprender. O, quizás, cosas que preferirían no comprender.
- Regístrenlo como un fallo experimental. Thorn dijo en voz baja, pero con la autoridad de quien sabe que nada cambiará. —Conclusión: la Materia del Otro Lado no es viable para la aceleración de un núcleo planetario.
Se hizo el silencio. La verdad, aunque oculta en los archivos oficiales, era mucho más oscura que lo que estaban dispuestos a aceptar. Durante años, los científicos en la Tierra habían estado investigando la posibilidad de usarla para acelerar los procesos naturales de un planeta, en un intento de crear un hogar más habitable y sostenible para la humanidad. Pero la verdad era que la Materia, con su energía incontrolable, era mucho más peligrosa de lo que imaginaban.
Sabían que jugar con esa Materia era arriesgado. Sabían que sus efectos sobre un núcleo planetario podían ser devastadores, y aun así lo hicieron. La promesa de una solución rápida a los problemas de la humanidad les cegó. Y ahora, Pollux no era más que un recuerdo. Un daño colateral del origen de la explosión… pero una gran pérdida en cuanto a sus posibilidades… un lugar que ya no existía, y con él, toda una vida que se había intentado forjar.
Thorn desactivó la pantalla, como si al apagarla pudiera borrar las consecuencias de lo sucedido. Pero sabía que no podía. Aun así, como comandante de la estación, debía asegurarse de que todo quedara registrado de manera limpia y ordenada. Así, en los archivos históricos, aquel planeta solo sería un nombre más, como tantos otros, un experimento fallido, una nota al pie. Después de todo, la humanidad tenía colonias en muchos otros mundos. Pollux solo era uno más en una larga lista de intentos fallidos.
El capitán caminó hacia la ventana de la sala de mando, mirando el vasto espacio que se extendía ante él.
El universo, con toda su majestuosidad, seguía siendo un enigma para la humanidad. Y mientras más intentaban desentrañarlo, más se daban cuenta de lo poco que realmente sabían.
A lo lejos, una pequeña luna flotaba, en su órbita tranquila. Thorn la observó por un momento y cerró los ojos.
Había decisiones que no se podían deshacer, y había mundos que nunca volverían a existir.
La humanidad, como siempre, se encontraba al borde de su propia arrogancia.
¿Qué precio tiene el progreso de la sociedad?
Al parecer, mucho más alto de lo que jamás se hubiera imaginado…
© 2025 Josep Maria Solé. Todos los derechos reservados.
Disturbing Stories, número 085, "Noche Estrellada".
Registrado en SafeCreative con el ID: 2505291916248
Fecha de registro: Mayo 2025.
Este relato no puede ser reproducido, distribuido ni modificado sin el permiso expreso del autor.
Disturbing Stories, número 085, "Noche Estrellada".
Registrado en SafeCreative con el ID: 2505291916248
Fecha de registro: Mayo 2025.
Este relato no puede ser reproducido, distribuido ni modificado sin el permiso expreso del autor.